domingo, 27 de noviembre de 2011

Relatos


No sé muy bien cuando conocí a Arturo… Las primeras impresiones que guardo de él no son muy agradables. Recuerdo encontrarme una noche, la clásica noche a caballo entre primavera tardía y principios de verano, con Arturo y el resto de su grupo de colegas de Europa del este. Unos diez hombres tirados en un banco de una céntrica calle de Madrid. Alumbrados solamente por la luz de una farola lejana, de no ser por lo sórdido de la realidad, la estampa casi hubiera sido pintoresca. Evidentemente ebrios, como si en ese estado nunca hubieran entrado ni nunca fueran a salir, era como si aquellos hombres de mediana edad, ataviados con camisetas sucias y vaqueros, con la piel curtida por la intemperie, y los tetrabriks de los que estaban rodeados fueran tan atemporales como el mismísimo banco sobre el que reían. Aquella vez, su actitud burlesca, hostil y desafiante me hizo sentir francamente incómodo. No fue Arturo el que más me llamó la atención en un primer momento: fue Fiodor. Tanto en el caso de Arturo como en el de Fiodor, su deterioro físico no lograba disimular que se trataba de hombres fuertes. En algún momento de aquella noche, mientras yo, repleto de curiosidad, observaba a Fiodor, intentando imaginarme cómo podía haber sido la vida de aquel sujeto, él se percató y, con semblante serio, clavó su mirada en mi pupila. Disimulé la inquietud que me produjo la mirada de aquellos ojos de color azul intenso, gélida y penetrante y, sobre todo, amenazadora. Quizá fue incluso más inquietante cuando, pasado un segundo, volteó la cabeza para, esta vez con aire risueño, quedarse mirando a mi compañera. Aquella noche nos despedimos de ellos rápidamente, su embriaguez aumentaba y con ella sus faltas de respeto y el carácter soez de sus comentarios y acciones.

Otro día, volví a encontrarme con Arturo, esta vez sólo con dos compañeros. Estaban menos borrachos. Afligido me comentó que mientras trabajaba guardando el sitio a los conductores que buscan aparcamiento en la calle en la que Arturo residía, un señor trajeado, tras aparcar su Mercedes, le había ofrecido un trato: Arturo debía echar dinero en el parquímetro y cuando viniera el parquimetrero (?? no sé como se llaman los hijos de puta esos) mostrar los tickets de la hora, si al final del día el señor del traje no había sido multado, él le abonaría una cantidad determinada de dinero. El trato era sencillo. Según dice Arturo, pasó el día trabajando y poniendo su propio dinero en el parquímetro. Cuando, llegada la noche, el parquimetrero dejó de pasar Arturo volvió a su banco a descansar y esperó al señor… Tras oír el ruido del potente motor del Mercedes, a Arturo le dio tiempo a girar la cabeza para ver como el Mercedes se alejaba a toda velocidad.

No obstante, Arturo resultaba ser un tipo alegre. Contaba con alborozo que tenía tramada su venganza. Se había comprado una patata y pensaba metérsela al señor del traje en el tubo de escape del Mercedes cuando le volviera a ver, porque él cree que así se rompen los coches. Vi muchas más veces a Arturo desde entonces y poco a poco me empezó a hacer partícipe de algunas confidencias. Me contó que tiene dos hijos, uno en Italia y otra en EEUU que está casada con un hombre que trabaja en la embajada, con el que tiene una hija, su nieta, “preciosa”, añade él, aunque nunca la ha visto. Me dijo que los fines de semana, con el dinero que había sacado, llamaba desde un locutorio a EEUU y hablaba con su hija y con su nieta. Su nieta a veces le dice: “abuelo cuéntame un cuento” y él piensa: “va a tener que ser un cuento muy corto porque  con 5 euros de llamada…”. Esa niña es su ilusión, incluso me contaba que tenía sus ahorros para comprarle una muñeca y enviársela a EEUU. Era curioso que a medida que  Arturo me había cogido confianza para hacerme conocedor de algunas facetas de su vida, yo, asimismo, había desarrollado un cierto afecto hacia él.

La verdad es que Arturo mejoró  mucho durante aquel periodo, incluso había dejado de beber. Me comentó un día que se acercaba el invierno y quería entrar en el albergue de Santa Paloma Sigüenza, en el que no le hubieran admitido sin que dejara de beber. Un día pasé por su calle y me extraño no verle. ¿Habría encontrado plaza en el albergue?  La idea me alegraba.

Otro noche, pasando por la misma calle de siempre, igual de oscura e igual de lúgubre, le comenté a un colega que hacía tiempo que no veíamos Arturo. En ese momento quizá como, de forma egoísta, esperaba en mi fuero interno, en el banco de Arturo, se perfiló la silueta tumbada de un varón alto y corpulento. Al acercarnos vislumbramos que estaba tapado por una manta hasta la cintura y con una sudadera de capucha de tipo militar que le cubría el rostro. Se encontraba girado de medio lado, dando la cara al lado del banco que sirve para reposar la espalda. La oscuridad nos impedía estar seguros… Mi colega con voz suave pronunció: “Arturo”, no hubo respuesta; con voz más elevada: “Arturo”. El hombre con la rapidez felina de un superviviente se volteó hacia nosotros. La fetidez etílica del aire que desplazó la manta en su movimiento me golpeó como una bofetada en la cara. Como si nos hubiera considerado inofensivos, el hombre, en un movimiento mucho más lento, que contrastaba con el anterior, se incorporó. La capucha le seguía cubriendo el semblante y la oscuridad le hacía irreconocible. Finalmente, el hombre extendió las manos y se retiró la capucha y nos miró. De la comisura de los ojos vidriosos de Arturo resbaló una lagrima que fue deslizándose por las grietas de su piel hasta llegar a la mejilla y precipitarse a la oscuridad. Con voz ronca y quebrada nos dijo que nos fuéramos que no quería vernos, para inmediatamente después derrumbarse en sollozos. Balbuceando  nos contó que llevaba sin poder hablar con su hija en EEUU dos semanas. Preocupado había llamado a su país, Ukrania, donde su cuñado le dijo: “Arturo, tu yerno ha tenido un accidente de coche. La niña iba el vehículo…”. La nieta de Arturo había muerto.

Junto con el ánimo, Arturo parecía haber perdido la cordura. Por momentos lloraba y temblaba como un niño, para un instante después mostrarse furibundo, al poco tiempo agresivo y, finalmente, otra vez comenzaba a lagrimear cerrando el ciclo.  Es curiosa la psique que tenemos los hombres. Nuestro ego es inmenso, incluso en el caso de Arturo… estaba convencido de que él (que vive en España y ni siquiera conocía a la niña) tenia la culpa de lo sucedido.  Desecho y miserable, nos explicó balbuceando que durante la guerra de Yugoslavia él fue sargento. Me creo perfectamente que debió haber matado bastante gente, incluso, aunque exagerara un poco. En su mente, una especie de boomerang divino y justiciero se había vengado sesgando la vida de su nieta. Después de oír historias de la guerra entró en la fase de furia, quizá el tamaño de Arturo hizo que fuera impresionante cuando levantó el puño hacia el cielo como desafiando al universo, para después estrellárselo con toda su fuerza contra el pecho. Fue tan impresionante como patético cuando entre lloros comenzó a evaluar la idea de suicidarse. Su plan era pésimo pero apto para sus recursos, quería utilizar su cinturón para colgarse de un árbol. Por un momento me hizo gracia imaginarme la rama desprendiéndose sobre su cabeza…

Pasados unos días me encontré con Fiodor, me dijo que a Arturo lo habían ingresado en el hospital. No me quiso dar detalles.

No he vuelto a ver a Arturo desde entonces, aunque me han contado que sigue en su calle, más loco, más solo y siempre bebiendo…

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