(Este es un relato del blog Episodios Personales, que recomiendo encarecidamente.)
Desde hace poco más o menos dos meses he tomado la costumbre de ir andando a mi trabajo. El balance es, se mire por donde se mire, tremendamente positivo. Antes cogía el metro, y paseo hasta la estación, esperas en andenes y transbordo incluido, el trayecto no duraba nunca menos de media hora. Lo normal, 35 minutos, a veces más, la mayoría, a veces menos, si todo iba rodado. Con las lentejas y la tortilla de patata deglutidas en la comida como único combustible nunca tardo más de 40 minutos y, a veces, si estoy especialmente inspirado, 37 o 38. La diferencia de tiempo con respecto al transporte público es tan escasa y los réditos que me proporciona esta saludable costumbre tan evidentes que estoy por decir que ha sido una de las mejores decisiones de mi vida, al menos en los últimos tiempos. Es más barato, desde luego, pero sobre todo llega uno al trabajo con otra cara, repleto de energía, cuando antes, tras haber forcejeado titánicamente en las angostas galerías del metro, empezaba a trabajar ya jadeante y derrotado. Me parece una conclusión empírica el que uno, simplemente, sonríe más desde que va andando a trabajar. Y uno, claro, está más guapo.
El que no crea esto que digo que haga la prueba, siempre que sea posible. Entre las características primordiales de esta nuestra sociedad está el tener que elegir entre dos medios de transporte: público o privado; metro y autobuses o coche. No hay más. Lo que la mayoría de la gente no sabe es que andar es público y privado a la vez. Contiene lo mejor de cada repertorio y no tiene nada de lo malo de cada uno, salvo para los rematadamente vagos. No hay mejor manera de entreverarse con la gente y, a la vez, es un formidable reducto para el alma. Por no hablar de los beneficios para la salud, de la que nos acordamos sólo cuando nos conviene. Sí, es cierto, ya sé lo que estará pensando más de uno: no habrá oportunidad de encontrarnos con esos ojos bellos y cansados que, de vez en vez, la fortuna se complace es ponernos en el camino en un vagón de metro o en el asiento de enfrente de un autobús de la EMT. Pero me parece que tal sacrificio merece la pena, aunque sea con el más grande del dolor de nuestros corazones. Decimos adiós a la muchacha soñada y soñadora del transporte público, a esa novia de nuestros pensamientos que jamás decepcionará a nuestro ingenuo y, todavía, sutil sentimiento. Se acabaron las amantes eternas de un día, que a fuerza de breves y evanescentes son para siempre. Son, añadiría, las únicas que son para siempre. Ahora, con esta renuncia voluntaria al transporte público, “la novia de autobús” -que así podríamos bautizarla- adquiere una pátina casi mítica. Conseguimos, así, que todas las novias de autobús que cada uno se haya ido encontrando según su fortuna se fundan en una sola y formen, con ese conglomerado amatorio, la deidad del amor pasajero.
Hacemos, con esta renuncia, una renuncia de la renuncia. Porque la esencia, la cualidad básica de la novia de autobús es precisamente eso: que estamos obligados a renunciar a ella. En el momento que intentemos hablarla, que traspasemos el umbral de la mirada inquisitiva y encendida, la novia de autobús se convertirá en otra cosa. Se convertirá en una pieza más del catálogo de los amores frustrados, de los que estamos ya tan saturados. No queremos, no queremos cometer tal aberración. Que la novia de autobús se quede como está. Renunciar es la clave. Y con esta renuncia de la renuncia aspiramos a llegar al amor puro, como lo quería Rilke. El amor no contaminado por nuestras pasiones, por el desgaste del día a día; el amor no encerrado en la calleja sin salida del darlo todo y esperar algo a cambio.
Adiós, novia de autobús. Antes, cada cierto tiempo según fuera la racha, te encontraba. Te encontraba y te deseaba, pero no hacía ademán de ir a por ti. ¿Para qué, si se iba a estropear? Ahora, ni eso, porque voy andando a trabajar y tú no pasas por donde yo; tú sigues en tu autobús, y yo te imagino allí, apoyada la cabeza en el cristal de la ventana o agarrada de la barra, sin mi presencia, siendo asaeteda por la mirada de otro que no soy yo. Es mejor así. Renunciar a nuestras renuncias, a las que tan duro y tan grato nos es renunciar, nos coloca en un casi mitológico cielo del sentimiento, en unos ángeles no manchados por la hostilidad del mundo. ¿Será que, por ventura, aprender a renunciar es aprender a vivir?
Sebastian Melmoth
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